jueves, 28 de enero de 2010

Un carrito rezagado

Temprano. Cafetería oscura. Entre los dedos, una pluma negra con muchas historias por contar. Sobre la mesa de madera, un cuaderno espera ser usado impaciente. Apoya la cabeza sujetando su barbilla pensativo. La inspiración llega y se va. Mira por la ventana. Nubes amenazantes. Gente de un lado para otro como maquinas, nadie mira a nadie.

Entre el rebaño de gente alguien marca su propio compás, ahí está, con su carrito. Pelo descuidado, blanco y castaño. Batín azul con flores blancas bajo un holgado abrigo marrón. Zapatillas de estar por casa. Mueve los labios, a veces tararea, hoy tan solo cavila en voz alta. Se ríe de sus años con una tierna y deshabitada sonrisa. Algunos la toman por vieja loca, pero su arrugada cara refleja una vida llena de alegrías y esfuerzos. A la espalda soporta el peso de historias, refranes, y olvidos. Sus ásperas manos de tierna abuela, tiran de un rezagado carro gris una vez más, vuelve del supermercado, ha vivido tiempos de guerra y no quiere que falte nada. Le encantan las comidas abundantes, llenas de especias de dificultosa digestión.

Es un día especial, la cuenta atrás hará llegar a un puñado de hijos y nietos a su pequeño palacio. Está muy ilusionada aunque se repita la misma historia. Ella quiere ayudar pero acaba observando el reloj, presidiendo el salón, solemne, sintiendo las agujas pasar. Los engranajes ya no funcionan como antes. Sus palabras son pausadas e inconexas pero entrañables. Tantos años de trabajo y ahora sus manecillas, aunque nadie se dé cuenta, se retrasan como su presencia. Es difícil entender lo fundamental que resulta ahora oír ese tic tac... ¿Quién le dará cuerda?

– Aquí está el descafeinado que pidió, con dos de azúcar –. Hoy no se atrevió con el café. Sigue mirando por la ventana pero Berta ya no está, debió de perderse entre los pensamientos y la gente. Guarda la pluma. Acaricia las letras y cierra el cuaderno.

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