Recuerdo perfectamente aquella tarde. Como
siempre, comprobé rápidamente mis bolsillos, y tras mirar por la ventana, envolví
mi cuello en aquella larga bufanda que
ya no uso, aquel otoño parecía obligado a desaparecer por un invierno que se
presentaba sin avisar. Así me lance a la calle, por primera vez, a la deriva en
un improvisado paseo.
Comencé saliendo por una de las bocas de
metro de centro de la ciudad, una ciudad que por entonces apenas conocía aun
siendo la mía. Caminaba con paso indeciso, sin rumbo. Paso a paso observaba a
mí alrededor. Recreándome, en pequeños detalles, olores, colores… jugando a ponerles
nombre a los personajes que caminaban a paso vertiginoso, imaginando sus
historias a través de pequeños detalles.
Siempre iba, y voy, acumulando cosas que
quiero hacer mientras estoy trabajando, y al final nunca hago. De repente
recordé algo, llevaba tiempo queriendo visitarlo, (tiempo intentando convencer
a alguien para que me acompañara) y me encaminé con paso decidido hacia el
Museo Principal.
Tras pasar por la taquilla, me planté frente a aquel
monumental edificio y comencé a ascender lentamente por los escalones que conducían
hasta la entrada. Me encontré con un muchacho. Óscar
decidí llamarle. Era un novel fotógrafo, que en una postura casi imposible,
sujetaba entre sus hábiles y precisas manos una clásica cámara réflex. Sonreía mientras
le miraba inocentemente.
Entré. Y recorrí algunas de las decenas de salas, impresionado,
perdía la mirada por la inmensidad de la galería, tratando de buscar alguna
imagen que me resultara familiar. Me detuve en alguna pintura, apenas unos
segundos. Pero esta vez las pinturas pronto pasaron a segundo plano… Los
visitantes del museo comenzaron a ser más interesantes: Un pequeño cuaderno de
notas acompañaba a una pizpireta Berta. Un lienzo y un pincel a Miguel, un
pintor de densa mirada ante un amplio paisaje. Amanda y Víctor con los dedos
entrelazados compartían susurros y picaras miradas a lo largo del pasillo
central.
Frene mis pasos en seco.
Por un instante, busqué de nuevo en los bolsillos algo
que aquella tarde no había metido, sentí vértigo. Perdido traté de ayudarme de un pequeño plano para ubicarme.
Pero esto no ayudó, sino todo lo contrario. En el bolsillo no había nada que
calmara mi necesidad de compartir, ahora estaba yo solo; esa sensación de
soledad me frustraba.
Apenas habrían pasado
treinta minutos pero salí del museo, solo y desorientado, pensando que había
sido estúpido salir solo. En la cabeza hervían miles de ideas inconexas que
solo conseguían resolverse en una absoluta e incontrolable sensación de vacío...
en medio de toda esta revolución de incomodas sensaciones, vi a lo lejos una
figura que resultaba familiar. Óscar, con su cámara colgada y un abrigo largo sin
abrochar, como si el frío no fuese con él.
Iba deteniéndose a capturar, edificios, personas, instantes... volvía a meter las manos en
los bolsillos y seguía caminando.
A una distancia prudencial le veía tomar alguna que otra foto más. Inicié una
inconsciente y sutil persecución. En una ocasión coincidimos esperando en un semáforo
y vi sus ojos, con mirada de abstracción, enmarcados en una barba cobriza perfectamente
abandonada.
Óscar, estaba
disfrutando en soledad de su paseo, como yo, hasta que sentí esas sensaciones.
Se había convertido en un peculiar compañero de viaje y en un referente que me
ayudó a serenarme, a ordenar ideas. Ambos llegamos a una calle mucho más
transitada, donde resultó cada vez más complicado seguirle la pista. Finalmente
su cabeza se difuminó entre la multitud.
Giré mis ojos, mi
cara, mi cuerpo,… no, el ya no estaba; pero fue curioso terminar aquella
persecución ante la misma boca de metro por la cual había salido un par de
horas antes.