domingo, 16 de diciembre de 2012

Paseo en solitario.


Recuerdo perfectamente aquella tarde. Como siempre, comprobé rápidamente mis bolsillos, y tras mirar por la ventana, envolví  mi cuello en aquella larga bufanda que ya no uso, aquel otoño parecía obligado a desaparecer por un invierno que se presentaba sin avisar. Así me lance a la calle, por primera vez, a la deriva en un improvisado paseo.
Comencé saliendo por una de las bocas de metro de centro de la ciudad, una ciudad que por entonces apenas conocía aun siendo la mía. Caminaba con paso indeciso, sin rumbo. Paso a paso observaba a mí alrededor. Recreándome, en pequeños detalles, olores, colores… jugando a ponerles nombre a los personajes que caminaban a paso vertiginoso, imaginando sus historias a través de pequeños detalles.
Siempre iba, y voy, acumulando cosas que quiero hacer mientras estoy trabajando, y al final nunca hago. De repente recordé algo, llevaba tiempo queriendo visitarlo, (tiempo intentando convencer a alguien para que me acompañara) y me encaminé con paso decidido hacia el Museo Principal.
Tras pasar por la taquilla, me planté frente a aquel monumental edificio y comencé a ascender lentamente por los escalones que conducían hasta la entrada. Me encontré con un muchacho. Óscar decidí llamarle. Era un novel fotógrafo, que en una postura casi imposible, sujetaba entre sus hábiles y precisas manos una clásica cámara réflex. Sonreía mientras le miraba inocentemente.
Entré. Y recorrí algunas de las decenas de salas, impresionado, perdía la mirada por la inmensidad de la galería, tratando de buscar alguna imagen que me resultara familiar. Me detuve en alguna pintura, apenas unos segundos. Pero esta vez las pinturas pronto pasaron a segundo plano… Los visitantes del museo comenzaron a ser más interesantes: Un pequeño cuaderno de notas acompañaba a una pizpireta Berta. Un lienzo y un pincel a Miguel, un pintor de densa mirada ante un amplio paisaje. Amanda y Víctor con los dedos entrelazados compartían susurros y picaras miradas a lo largo del pasillo central.
Frene mis pasos en seco.
Por un instante, busqué de nuevo en los bolsillos algo que aquella tarde no había metido, sentí vértigo. Perdido traté de ayudarme de un pequeño plano para ubicarme. Pero esto no ayudó, sino todo lo contrario. En el bolsillo no había nada que calmara mi necesidad de compartir, ahora estaba yo solo; esa sensación de soledad me frustraba.
Apenas habrían pasado treinta minutos pero salí del museo, solo y desorientado, pensando que había sido estúpido salir solo. En la cabeza hervían miles de ideas inconexas que solo conseguían resolverse en una absoluta e incontrolable sensación de vacío... en medio de toda esta revolución de incomodas sensaciones, vi a lo lejos una figura que resultaba familiar. Óscar, con su cámara colgada y un abrigo largo sin abrochar, como si el frío no fuese con él.
Iba deteniéndose a capturar, edificios, personas, instantes... volvía a meter las manos en los bolsillos y seguía caminando. A una distancia prudencial le veía tomar alguna que otra foto más. Inicié una inconsciente y sutil persecución. En una ocasión coincidimos esperando en un semáforo y vi sus ojos, con mirada de abstracción, enmarcados en una barba cobriza perfectamente abandonada.
Óscar, estaba disfrutando en soledad de su paseo, como yo, hasta que sentí esas sensaciones. Se había convertido en un peculiar compañero de viaje y en un referente que me ayudó a serenarme, a ordenar ideas. Ambos llegamos a una calle mucho más transitada, donde resultó cada vez más complicado seguirle la pista. Finalmente su cabeza se difuminó entre la multitud.
Giré mis ojos, mi cara, mi cuerpo,… no, el ya no estaba; pero fue curioso terminar aquella persecución ante la misma boca de metro por la cual había salido un par de horas antes.

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